Lo que una niña malcriada y un puñetazo infantil me enseñaron sobre vender por email

the game

Cuando tenía unos diecisiete años vivía con mi mamá en una casa donde el sol de la mañana entraba por la sala, las visitas llegaban sin avisar y los chismes fluían como café caliente en casa de tías.

 

En una de esas visitas, apareció una señora acompañada de su hija, una niña a la que todos llamaban “la Pajarita”. Nadie sabía exactamente por qué le decían así, pero así le decían. Y con ese apodo se quedó.

 

Era un domingo por la mañana. Yo, como todo buen adolescente, dormía a deshoras. Y esa mañana me despertaron las risas y pasos de niños corriendo en la sala.

 

A través de la rendijita de la puerta entreabierta de mi cuarto, observaba con media curiosidad cómo mi hermano menor, el Shifu, de apenas tres años, corría por toda la sala junto con la dichosa Pajarita.

 

Hasta que de pronto, el Shifu entró a mi cuarto con cara de niño indignado.

 

Me dijo que la Pajarita le estaba quitando los juguetes y aventándolos al piso. Como buen hermano mayor y flojo, le dije: “Ve y dile a su mamá”. Y eso hizo. Pero la señora estaba tan clavada en su chisme con mi mamá que ni lo escuchó.

 

Unos minutos después, mientras la niña se escondía con cara de traviesa detrás del sillón, el Shifu llegó por detrás, la agarró del suéter y, sin pensarlo, le metió un buen puñetazo en la panza.

 

Yo lo vi todo desde mi escondite y solo pensé: “Ay cabrón… que buen madrazo”.

 

La niña empezó a llorar con fuerza. Y yo me preparé mentalmente para presenciar la regañiza que el Shifu iba a recibir. Pero lo inesperado pasó.

 

La que recibió la cagada fue la Pajarita. Su propia madre, sin preguntar, sin investigar, sin filtrar emociones, le gritó: “¡Hija de tu pinche madre, ya te dije que no me interrumpas cuando estoy hablando!”. Y en segundos, la estaba jalando del brazo para sacarla de ahí como si fuera un trapo.

 

El Shifu, escondido tras el sillón, me miró y me hizo el pulgar arriba, riéndose con complicidad.

 

¿Y qué carajos tiene esto que ver con ventas?

 

Todo.

 

Verás, lo que realmente molestó a la señora no fue que le pegaran a su hija. Fue que su hija interrumpiera su estado emocional. Su conversación. Su momento.

 

La emoción en la que ella estaba. Si la niña se hubiera ido a llorar a la cocina o a otro cuarto, probablemente ni cuenta se habría dado.

 

Y esa es la lección.

 

En ventas —y especialmente en ventas por email— lo más importante no es lo que vendes, ni siquiera cómo lo vendes. Es lo que haces sentir. Tu cliente necesita moverse emocionalmente. Del “me da igual” al “no puedo dejar pasar esto”. De la calma al deseo. Del “ya sé que esto existe” al “lo quiero ya”.

 

Los mejores correos no son los más informativos ni los más “bonitos”. Son los que saben moverte de un estado a otro.

 

Los que te hacen reír, reflexionar, indignarte o recordar algo de tu vida. Los que te despiertan algo. Así como la Pajarita despertó el demonio emocional de su madre, tú necesitas despertar emociones en tus lectores. Y dirigirlas.

 

Llevarlas de la mano hacia donde tú quieras que vayan.

 

Eso no se logra con fórmulas vacías ni con frases tipo “Estimado cliente, aprovecha esta oportunidad”. Se logra con narrativas que construyen tensión y sueltan el golpe justo donde hace falta. Como el Shifu.

 

Si tú quieres aprender a mover emociones reales con tus correos.

 

Si quieres escribir como quien lanza un puñetazo emocional en el momento preciso. Si quieres dejar de ser un robot corporativo y convertirte en alguien que realmente vende con cada palabra, te invito a entrar a THE GAME.

 

Ahí te muestro cómo escribir correos que entretienen, conectan y venden. Sin plantillas. Sin trucos. Solo con poder narrativo bien utilizado.

 

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Don Gabo.

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