Lo que aprendí viendo a mi padre borracho (y cómo se aplica a las ventas)

gatillos mentales

Una noche, cuando tenía unos 16 años, regresaba de una fiesta.

 

No era particularmente tarde. Serían las once. En esa época todavía vivía en casa de mis papás, en esa etapa intermedia entre la infancia y la independencia, donde te crees adulto pero sigues pidiendo permiso para salir.

 

Al entrar, la casa estaba en silencio. La televisión apagada. Las luces, tenues.

Me fui directo a la cocina, y ahí lo vi.

 

Mi papá estaba sentado solo, en la mesa de siempre, con los brazos cruzados sobre el mantel y la cabeza recargada sobre ellos. Como si estuviera dormido. Como si el día lo hubiera vencido.

 

Me acerqué y le dije:

 

—¡Pa! Váyase a dormir.

 

Pero cuando levantó la cabeza, no fue sueño lo que vi en sus ojos.

Fue algo mucho más crudo.

Estaba llorando.

 

Junto a él, una botella de alcohol medio vacía.

Otra noche más.

Otra escena de esas que se te clavan en la memoria como una astilla bajo la uña.

 

Durante esos años, entre mis 15 y mis 18, esta escena fue una más entre muchas.

No fue la única vez que lo vi así.

Tampoco fue la peor.

 

Hubo otras más intensas.

Más dolorosas.

Más oscuras.

 

Yo intenté ayudarlo.

Lo intentamos todos, en realidad: mi mamá, mis hermanos, la familia.

 

Hubo llanto.

Hubo enojo.

Hubo súplicas.

Hubo promesas.

 

Pero nada funcionó.

 

Y no porque no tuviéramos voluntad.

No porque no lo amáramos.

No porque no fuera importante.

 

Simplemente porque él no quería.

 

Así de claro.

Así de simple.

Así de frustrante.

 

Aprendí esa lección a los 18 años.

 

Fue una de las primeras decisiones duras que tomé en mi vida.

Decidí que no podía seguir cargando con la ilusión de que él iba a cambiar.

 

Y al soltar esa expectativa, también solté una carga.

 

Dejé de intentar convencerlo.

Y empecé a enfocarme en lo único que sí podía controlar: ayudarme a mí mismo. 

 

Desde entonces también cambié una cosa clave en mi vida: Solo ayudo a quien quiere ser ayudado.

 

Porque la verdad es que no puedes cambiar a nadie que no quiere cambiar.

No puedes empujar a nadie cuesta arriba si esa persona está decidida a sentarse.

Y no puedes venderle a nadie que no quiere comprar.

 

¿Y esto qué tiene que ver con ventas?

 

Todo.

 

Porque cada vez que un emprendedor se queja de que sus productos no se venden, yo pienso en mi papá.

 

Cada vez que alguien me dice “ya intenté todo y la gente no compra”, me acuerdo de esas noches de adolescencia en la cocina de casa.

 

Porque así como no puedes obligar a nadie a dejar el alcohol, tampoco puedes obligar a nadie a abrir su cartera.

 

Lo único que puedes hacer es una cosa: persuadir. 

 

Y ojo. Persuadir no es manipular.

Persuadir es mostrarle al otro una historia tan real, tan intensa, tan verdadera, que conecte con lo que ya existe dentro de esa persona.

 

Es abrirle una ventana a un mundo donde puede verse a sí mismo de forma diferente.

 

Es prenderle una chispa que estaba ahí, dormida.

 

Es activar un deseo que ya existía… pero que nadie había sabido tocar.

 

Tal vez, si en aquellos años yo hubiera sabido lo que sé hoy, habría intentado persuadir a mi papá de otra manera.

 

Tal vez le habría contado una historia.

Tal vez le habría dicho que todos nos íbamos a ir de la casa y él se quedaría solo.

Tal vez le habría escrito una carta.

Tal vez.

 

Pero el “tal vez” no sirve para sanar.

Y tampoco sirve para vender.

 

Lo que sí sirve es la claridad de saber cuándo sí y cuándo no.

 

Y en ventas, esto es vital: No pierdas el tiempo tratando de convencer a quien no quiere comprar. 

 

Mejor aprende a escribir mensajes que enciendan el deseo de los que sí están listos.

 

Ahora que lo pienso, esto también aplica a ti, si estás vendiendo algo.

 

Si tu producto es bueno.

Si ayuda.

Si transforma.

Si soluciona un problema.

 

Entonces no necesitas rogar.

Solo necesitas comunicarte mejor. 

 

Y para eso sirve el email marketing.

Para contar historias.

Para construir una relación real.

Para filtrar a los que no quieren y atraer a los que sí.

 

Escribo emails todos los días.

Emails que a veces entretienen, otras veces educan y otras simplemente venden.

 

Pero detrás de cada uno de esos correos hay algo en común: persuasión. 

 

Y eso es lo que enseño en THE GAME.

 

No es un curso.

No es una membresía.

No es una moda pasajera.

 

Es la entrada a mi universo.

Un espacio donde te enseño cómo convertir tus palabras en ingresos usando solo tu correo electrónico.

Sin pagar publicidad.

Sin bailar en TikTok.

Sin depender de algoritmos.

 

Y si además de aprender email marketing quieres aprender a persuadir como un verdadero maestro de las palabras, entonces este es el lugar.

 

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Don Gabo

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