La razón por la que no sé comer con palillos (y qué tiene que ver con vender por email)
Una tarde, hace ya varios años, salí con mi novia —hoy mi esposa— a un restaurante japonés. Recuerdo el lugar, la decoración, el aroma a soya, la calma elegante con la que hablaban los meseros… y también recuerdo perfectamente lo que sentía por dentro: una incomodidad brutal.
No por ella.
Sino por mí.
Porque no sabía cómo comportarme en lugares así. No sabía qué hacer cuando alguien te abre la puerta del restaurante y te llama por tu apellido. No sabía cómo sentarme sin parecer fuera de lugar. No sabía cómo pedir, cómo mirar, ni cómo fingir que lo entendía todo.
Y sobre todo, no sabía cómo demonios usar los palillos.
El contraste de dos mundos (y lo que revela)
Mi mundo, hasta entonces, era otro.
El de la taquería de calle, los gritos entre el vapor, la radio a todo volumen con una cumbia o una canción de banda, y las manos agarrando un taco con una servilleta manchada de salsa.
Mi forma de pedir era levantar la voz por encima del bullicio.
—¡Pónme otros tres de suadero, mi jefe!
Así hablaba. Así comía. Así vivía.
Y la verdad es que no me molestaba. Al contrario. Porque cuando uno viene de no tener, de jugar fútbol en la tierra con los brazos helados y regresar a casa para encontrar arroz con huevo cocido… cualquier cosa se agradece.
No crecí con restaurantes.
Ni con cubiertos de plata.
Ni con propinas calculadas al 10%.
Crecí con lo justo, con lo necesario, con lo que alcanzaba.
Y en el fondo, eso me dio algo que no te dan los restaurantes caros: hambre.
Pero no hambre de comida.
Hambre de crecer. De cambiar mi realidad. De no tener que escoger entre pagar el gas o comprar leche.
Por eso, esa tarde en el restaurante japonés, mientras trataba de parecer alguien que no era, entendí algo.
Ella me aceptaba.
Ella me miraba con ternura mientras me explicaba cómo usar los palillos. No se burló. No me juzgó. No se alejó.
Y supe, en ese instante, que si estaba conmigo en la incomodidad, también lo estaría en la abundancia.
Hoy, años después, sigo sin saber comer con palillos.
Pero ya no me avergüenza.
Porque ya no lo necesito.
Cuando vamos a restaurantes japoneses, pido cubiertos sin pena. Disfruto la comida. Pago la cuenta sin mirar los precios. Y sonrío.
Pero también sigo disfrutando los tacos parados en la calle. La salsa que pica. La tortilla con doble grasita. El ruido, la vida, el sabor.
Porque ahora ir a esos lugares no es falta de opciones. Es una decisión.
¿Y esto qué tiene que ver con vender por email?
Mucho más de lo que parece.
Así como yo antes trataba de fingir que sabía moverme en un restaurante caro, muchos emprendedores fingen saber vender.
Se visten de formalidad.
Copian fórmulas.
Intentan parecer expertos cuando en realidad solo están imitando lo que otros hacen.
Y se nota.
Los textos no fluyen. Las ofertas suenan falsas. La comunicación está llena de rigidez.
Lo que falta no es técnica. Es identidad.
Es aceptar quién eres, de dónde vienes, y usar eso como tu ventaja.
Por eso yo enseño a vender escribiendo como hablas.
Como si estuvieras en una taquería.
Como si le hablaras a un amigo.
Como si no necesitaras demostrar nada.
Porque cuando escribes desde la verdad.
Cuando dejas de fingir.
Cuando vendes sin el traje de alguien más.
Entonces conectas.
Y vender se vuelve tan natural como pedir unos tacos al pastor.
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Don Gabo
El tipo que escribe desde el hambre. Y vende desde la verdad.
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