La razón por la que deberías dejar de contar historias (si no sabes lo que haces)

storytelling

Tengo un hijo de un año y siete meses.

 

Cada vez que lo veo, me veo en él.

 

No porque se parezca físicamente —gracias a Dios sacó más a su mamá—, sino porque cuando lo observo, algo en mí se activa. No sé si sea el instinto paterno, la memoria emocional o simplemente el hecho de que ahora estoy en el otro lado de la ecuación.

 

Es decir, ya no soy el niño que corre por la tienda queriendo tocarlo todo.

 

Ahora soy el papá que lo persigue por los pasillos mientras intenta agarrar todos los zapatos que ve a su paso.

 

Hace unos días fuimos a comprar unos tenis. Y mientras yo buscaba tallas, él corría con esa energía imparable que solo los niños tienen. Se metía debajo de los estantes, agarraba cajas, reía, gritaba, se caía, se levantaba, seguía corriendo.

 

Y ahí, justo ahí, pasó algo interesante.

 

Mi reacción automática, inconsciente, fue soltar una frase.

 

Una frase que no inventé yo.

 

Una que claramente venía de algún rincón polvoso de mi memoria.

 

Le dije algo como:

 

—Deja eso, porque si no, no te voy a comprar nada.

 

En cuanto lo dije, me congelé un segundo.

 

No porque fuera la peor frase del mundo. No lo es.

 

Sino porque me di cuenta de algo mucho más profundo.

 

Esa frase no era mía. No me pertenecía. Era una historia que me habían contado.

 

Una historia que mis papás me repitieron una y otra vez cuando era niño.

 

“Deja eso o te van a regañar.”

 

“Mira, ahí viene el señor y te va a llevar si no te portas bien.”

 

“Si no te calmas, no te voy a comprar nada.”

 

“Vas a ver cuando lleguemos a la casa…”

 

Historias.

 

Historias disfrazadas de advertencias, de reglas, de límites.

 

Historias que se nos meten en la cabeza cuando somos niños y se quedan ahí, como semillas.

 

Y con el tiempo crecen.

 

No como árboles, sino como hábitos.

 

Como formas de pensar. Como reacciones automáticas.

 

Como creencias que no cuestionamos.

 

Y aquí viene el punto importante.

 

Uno que, si vendes, escribes o comunicas, te interesa mucho más de lo que crees:

 

Contar historias es poderoso. Muy poderoso. 

 

Tan poderoso, que puede construir realidades enteras dentro de la cabeza de una persona.

 

O destruirlas.

 

Tan poderoso, que si no sabes lo que estás haciendo, es mejor que no lo hagas.

 

No exagero.

 

No es una metáfora.

 

Es literalmente un aviso.

 

Porque contar historias no es solo entretener.

 

Es reprogramar el pensamiento de quien te escucha.

 

Es instalar ideas, creencias, miedos o motivaciones dentro de otros cerebros.

 

Es casi cirugía psicológica sin anestesia.

 

Cuando eres niño y te dicen que te va a llevar el señor si haces berrinche, no lo cuestionas. Lo crees. Y eso moldea tu forma de ver el mundo. De relacionarte con la autoridad. De obedecer sin saber por qué.

 

Y si hoy eres adulto y usas las historias para vender, pero no sabes lo que estás haciendo, estás replicando ese mismo patrón. Estás instalando ideas, frases, creencias, pero sin consciencia del impacto que pueden tener.

 

Por eso digo: si no sabes cómo contar historias, mejor no cuentes ninguna.

 

Si vas a vender desde la manipulación, desde el miedo, desde clichés emocionales que no sostienen la lógica de lo que vendes… mejor ni lo intentes.

 

Porque una historia mal contada puede matar una venta.

 

Pero una bien contada puede crear un cliente de por vida.

 

Mira, uno de mis mentores fue invitado a hablar en un evento.

 

Todos los speakers eran gurús de bienes raíces, expertos en inversión, hombres con trajes carísimos y discursos llenos de números y fórmulas.

 

Él no era de ese mundo.

 

Pero subió al escenario, tomó el micrófono, y en lugar de soltar un pitch técnico… contó una historia.

 

Una historia absurda, simple, aparentemente sin conexión.

 

Y sin embargo, cuando terminó, fue el más ovacionado de todo el evento.

 

¿Por qué?

 

Porque las historias, cuando se cuentan bien, no solo entretienen.

 

Conectan.

 

Transforman.

 

Venden.

 

Y ese es el punto de este artículo.

 

No que te conviertas en el papá perfecto.

 

No que dejes de decirle frases heredadas a tu hijo.

 

Sino que entiendas el poder que tienen las historias que compartes.

 

Y que, si ya vas a usarlas para vender, lo hagas bien.

 

Lo hagas con intención.

 

Con estrategia.

 

Con respeto por el poder que tienen tus palabras.

 

Y si no sabes cómo, aquí estoy para enseñarte.

 

He creado una formación dedicada a eso.

 

A enseñarte a contar historias que venden.

 

Historias reales o inventadas.

 

Historias tristes o chistosas.

 

Historias que conectan con tu lector y lo llevan directo a la acción.

 

Si quieres aprender esa habilidad —una que probablemente nadie te enseñó bien hasta ahora—, entra aquí y te muestro cómo empezar.

 

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Nos vemos dentro.

 

Don Gabo

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