El día que un video me hizo llorar (y me enseñó a vender mejor)

storytelling

Las luces de la sala se apagaron minutos después de que Ale se llevó a Emiliano a dormir. Yo me quedé recostado en el sofá cama, sin ganas de hablar, con el control remoto en una mano y los pensamientos desordenados en la cabeza. El día había sido complicado. De esos días donde el estrés se mezcla con el cansancio y lo único que uno quiere es desaparecer un rato. Que nadie llame. Que nadie moleste. Que el mundo se detenga aunque sea diez minutos.

 

Ese día, en particular, me dejó con un sabor amargo. Emiliano, con toda su inocencia, se me acercó varias veces a pedirme que jugáramos. Quería compartir un momento conmigo. Un juego. Una risa. Un “sí” de esos que a los niños les cambia el día. Pero no se lo di. No jugué con él. No por falta de amor, sino porque no podía más. Y aunque suene duro, preferí quedarme tirado viendo videos en YouTube. Preferí desconectarme del mundo. Fui un imbécil.

 

Es fácil explicar que uno está cansado, que hay problemas, que la cabeza no da para más. Pero explicárselo a un niño de cuatro años es otra cosa. Él no entiende de reuniones, de ventas que no se cierran, de pendientes acumulados. Él solo ve a su papá. Y quiere estar con él. Nada más.

 

Esa noche, ya solo en la sala, dejé que la televisión eligiera por mí. Rancheras de Yuri. Alejandro Fernández. Cristian Nodal. Pepe Aguilar. Y de pronto, un video de La Voz Colombia. Una señora de más de cincuenta años apareció en pantalla. Sentada. Con un gesto sereno. Se notaba que tenía alguna condición física porque no se levantaba. Pero entonces empezó a cantar Qué bonito amor.

 

La escena se partía en dos. En el escenario, la señora con su voz poderosa. En el backstage, su nieta, emocionada, repitiendo en voz baja: “Vamos, abuela”. Y cuando la canción comenzó a tomar forma, algo se rompió dentro de mí.

 

No sé cómo explicarlo.

 

Escucharla cantar me llevó directo a mi infancia. Me vi corriendo por las calles frente a la casa de mis padres. Me vi entrando a casa y escuchando a mi papá con sus rancheras de fondo. Y de repente, recordé algo. Recordé que él nunca jugó conmigo.

 

Y entonces entendí.

 

Yo era él.

 

Y Emiliano era yo.

 

El que se acercaba con ilusión, sin entender que su papá estaba peleando sus propias batallas internas. El que solo quería un poco de atención. Un momento de conexión. Y yo, sin querer, lo había ignorado como tantas veces sentí que me ignoraron a mí.

 

Las lágrimas comenzaron a correr sin aviso. Lloré en silencio, con la sala a oscuras. Lloré por mi hijo, por mi padre, por mí mismo. Lloré por todas las veces que juzgué sin entender. Por todas las veces que no supe ver que detrás del silencio de mi padre, había un cansancio del alma. Lloré como no lo hacía desde hace tiempo. Lloré escuchando a una mujer cantar una canción que, sin saberlo, acababa de abrir una puerta que yo ni sabía que estaba cerrada.

 

Y después, simplemente me quedé dormido.

 

Hay días así. Días donde te quiebras. Donde todo te pesa. Donde el niño interior que llevas dentro aparece y pide a gritos que alguien lo abrace. Pero ya no está mamá. Ya no hay refugio. Eres tú. Eres adulto. Eres papá. Y te toca ser fuerte para alguien más. Para ese pequeño que te necesita, aunque no entienda por qué a veces te ausentas, por qué a veces no juegas.

 

Pero al final del día, todo esto también tiene algo que ver con vender.

 

Porque vender es contar historias reales. Humanas. Imperfectas. Que duelan y sanen al mismo tiempo. Que conecten. Porque cuando cuentas desde las entrañas, vendes sin vender. Y la gente lo siente. Y se queda contigo.

 

Y eso es justo lo que enseño en mi formación de storytelling: a convertir las emociones en palabras, y las palabras en dinero.

 

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Don Gabo

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