El barbero que corta mal, pero vende bien
Justo en la esquina de la calle donde vivo hay una barbería.
No siempre estuvo ahí. La montaron como dos meses después de que me mudé, así que cuando llegó el momento de cortarme el cabello —después de dejarlo crecer tanto que parecía uno de los Bukis— decidí ir por pura comodidad.
Me recibió un tipo simpático, de acento chilango, que como yo, se había mudado a Chihuahua.
Esa conexión fue inmediata.
En esa primera sesión hablamos de todo: historias divertidas, anécdotas de barrio, chistes buenos y otros malísimos que igual provocaban carcajadas. Me reí tanto que el corte se me pasó volando.
Y aunque no fue el mejor corte del mundo, tampoco me quejé. Me la pasé tan bien que sentí que valía la pena volver.
Tres meses después, cuando ya parecía que tenía una piña en la cabeza, regresé con el mismo tipo.
Le pedí un corte diferente esta vez. Algo más moderno, más fresco.
Pero salí exactamente con el mismo corte de la vez anterior.
¿Raro?
Sí. Pero no me molestó.
De hecho, hasta lo tomé con humor.
Tres cortes más tarde, ya era evidente que no importaba lo que yo pidiera.
El barbero tenía un único estilo. Uno solo.
Y a ese se aferraba como si fuera su marca registrada.
Yo me miraba al espejo, me pasaba la mano por la cabeza y pensaba: “otra vez me dejó igual”.
Y aun así…
Volvía.
Religiosamente cada tres meses.
Hasta que un día mi esposa, con esa honestidad que solo tienen quienes te quieren y no temen herir tu ego, me dijo:
— ¿Por qué sigues yendo ahí si siempre te hace el mismo corte que no le pides?
Buena pregunta.
Muy buena.
Y tal vez tú también te la estás haciendo ahora.
La respuesta está ahí, entre líneas. Y si prestas atención, incluso podrías encontrar una lección muy poderosa de ventas en medio de esta historia.
Porque si bien es cierto que el corte era repetido, lo que me llevaba a regresar una y otra vez no era la tijera… era la experiencia.
El tipo sabía hacerte sentir bien.
Te reías. Te relajabas. Sentías que el tiempo pasaba distinto.
Y eso, querido lector, es más valioso que cualquier degradado perfecto.
Eso es servicio.
Eso es posicionamiento.
Eso es marca personal.
Porque cuando logras que alguien asocie tu negocio con una emoción, con una vivencia, con una experiencia que va más allá del producto…
Estás vendiendo mucho más que un servicio técnico.
Estás creando fidelidad.
No por el resultado, sino por la sensación que provocas.
Y eso mismo pasa con los correos que escribimos los que vivimos del email marketing.
A veces no es solo lo que dices.
Es cómo lo dices.
Cómo haces sentir.
Qué provocas.
Qué memoria dejas.
Los correos que más venden no siempre son los que tienen el mejor copy técnico, sino los que logran que el lector se quede. Que vuelva. Que sonría. Que piense. Que compre. Que diga: “quiero más de esto”.
Y por eso te cuento esto hoy.
Porque si tú estás vendiendo por email (o quieres empezar), más te vale que no seas el tipo que hace el mejor corte pero no conecta con nadie.
Mejor sé el que tal vez corta igual siempre, pero al que la gente quiere volver a ver.
Eso se entrena.
Y en THE GAME, ese es precisamente el juego.
El juego de escribir emails que la gente espera, disfruta y paga.
Emails que venden sin empujar.
Que conectan sin rogar.
Que fidelizan sin descuentos.
Y que hacen que tu lector regrese, incluso si ya le cortaste el cabello mil veces igual.
Si quieres aprender a escribir así, te espero en:
Don Gabo.
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